Durante una sesión de coaching para la innovación, que
estamos realizando en la organización, surgió una conversación referente al uso
de los términos beneficiario y cliente para diferenciar entre aquellos que
reciben, a través de una transferencia o una compra, y utilizan los productos o
servicios generados por un proyecto social o de inversión privada
respectivamente y las implicaciones que esta diferenciación tiene sobre cómo,
quienes gestionamos proyectos, entendemos e interactuamos con estos actores que
en definitiva cumplen roles similares.
El lenguaje que utilizamos condiciona la manera en que
percibimos el mundo, en el caso de los proyectos hablar de beneficiarios nos
lleva a pensar en personas en estado de necesidad, sujetos pasivos que
necesitan ser ayudados bajo una óptica asistencialista. Esta visión hace que,
en muchos casos, las organizaciones consideren a estos actores como carentes de
valor comercial y estratégico y los proyectos que se realicen para satisfacer
sus necesidades estén más orientados a ahorrar carga impositiva, cumplir con
alguna regulación o simplemente presentar una imagen “responsable” ante la
colectividad.
Por lo general se invierten pocos recursos para levantar los
requerimientos de la población objetivo, conocer sus expectativas, lograr
acuerdos y compromisos que garanticen la sostenibilidad de la iniciativa. Esta
culmina con la entrega del producto y no se mide el impacto para constatar la
transformación que todo proyecto debe generar, pareciera operar una lógica que
indica que por estar necesitados y no pagar por lo que están recibiendo, los
beneficiarios deben contentarse con lo que sea que el proyecto entregue.
Cuando hablamos de clientes la visión cambia completamente,
las organizaciones invierten ingentes cantidades de recursos para conocerlos,
entenderlos y crear productos y servicios que les generen valor y estén
dispuestos a comprar, usar y recomendar.
Establecer una diferencia, desde el lenguaje, entre quienes
adquieren y utilizan los productos de un proyecto para satisfacer sus
necesidades, también nos puede llevar a darles un trato diferenciado. Un error
si tomamos en cuenta que la razón de ser, y el indicador real de éxito, de todo
proyecto independientemente de su índole es la transformación de la realidad
humana.
Desde el punto de vista de la organización todos los
recursos, escasos, que se invierten en proyectos deben generar rentabilidad o
algún tipo de beneficio para esta. Por supuesto que si hablamos de la creación
y venta de un nuevo producto o servicio será más sencillo observar el flujo de
ganancias generado por la aplicación de nuestros recursos. En el caso de un
proyecto social la lógica no es diferente, pero, se hace más compleja esta
observación, ya que la contraprestación que recibiremos por nuestra inversión
es más difusa y muchas veces se encuentra temporalmente en el largo plazo.
Por ejemplo, si invertimos en la formación y capacitación de
alguno de los eslabones de la cadena de valor de la organización, para hacerlo
más efectivo y eficiente, en mejorar las condiciones de vida de una comunidad o
en establecer programas de capacitación y empleo para jóvenes de bajos recursos.
Los beneficios en términos de mejora del negocio, capital social y seguridad no
se verán inmediatamente, pero, lo harán.
Propongámonos entonces hablar de clientes, independientemente
de si compran o reciben “gratis” el fruto del proyecto, para no discriminar en
el trato que desde las organizaciones y la gestión de proyectos les dispensamos
a quienes son nuestra razón de ser. Para que un proyecto sea exitoso es
fundamental que desarrollemos al cliente y esto lo hacemos mejor cuando
consideramos que este tiene valor y queremos establecer con él una relación de
largo plazo.
¡Un proyecto solo tiene sentido si transforma la vida del
cliente, pague este o no por el producto que está recibiendo!
Gracias por la lectura y por compartir el artículo.
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